lunes, 19 de diciembre de 2011

Buenos Aires recobrada*** (una crónica urbana)***


Te recuerdo que este blog es de antigüedades no de actualidades por si te despistaste cariños picamiel

Hace diez días, un par de banderas de remate flameaba, impío, en la esquina nordeste de Avenida de Mayo y Perú. A las dos de la tarde del miércoles 12, el golpetear del martillo de Roberto Pascual Amigo, encargado de la subasta, comenzó a ejecutar un divorcio que ya no toleraba conciliación. Los manes del London City Bar, una confitería "con historia", debieron emigrar uno por uno. Se fueron —es seguro— con el medio centenar de mesas de roble y tapa de mármol, con las cinco arañas de bronce tallado, con los cortinados de brocato, con las cariátides semiegipcias que flanqueaban el mostrador. Una excusa tentó justificar el sacrilegio: la "modernización" del local. En pocos meses, un grill de hierros, fórmica y vitrea sucederá a aquel reducto que memoraba los años del Centenario.
En la misma tarde —una suerte de acto de desagravio—, el Intendente Manuel Iricíbar visitó la Farmacia de la Estrella, una botica que sus buenos oficios libraron de la piqueta. Ocurre que Iricíbar y el arquitecto José María Peña, director del Museo de la Ciudad, se empecinan en rescatar del olvido y en poner a buen recaudo los tesoros de la mitología porteña.
"Me llama constantemente, me avisa de algo que ha visto y que le parece interesante, me consulta sobre lo que conviene preservar"', cuenta Peña acerca de Iricíbar. "Fue él —asegura— quien se ocupó de gestionar y de activar la compra del edificio de la farmacia por parte de la Municipalidad." Es que el alcalde porteño ha quedado prendado de la prosapia de ese comercio. No es para menos. Amenazado por la venta en bloque de la esquina de Alsina y Defensa —sede de la botica—, Peña recurrió al Intendente. Le contó entonces, detalle por detalle, la historia de ese expendio.
En tiempos de Rivadavia llegaron a Buenos Aires los primeros farmacéuticos italianos e ingleses; en su mayoría, instalaron sus negocios en un reducido damero, frente a las iglesias "del centro". Fue así como, en 1833, Antonio Demarchi —más tarde ennoblecido por el Rey de Italia— y Domingo Parodi (un conocido botánico) sentaron reales cara a Santo Domingo. De la trastienda —una simbiosis de laboratorio y cueva de alquimistas— salieron las pastillas "Parodi" para la tos, la primera limonada Roget del país y una pócima enigmática con virtudes curativas del empacho, conocida más tarde como "jarabe Manetti". También suministraba los primeros cosméticos, esos afeites que sonrojaban a las pudibundas matronas de un Buenos Aires casi colonial. En 1865, Melville Fewell Bagley inauguraba la producción de su planta alimenticia. Los profesionales de La Estrella recibieron el encargo de obtener una bebida estimulante del apetito. Fórmula en mano, Bagley comenzó la producción de Hesperidina. En otro ramo, también de allí salió el algodón Estrella.
Tanta industria exigía un local más espacioso. Mudados a Alsina 405 —circa 1900, se calcula—, los boticarios de turno se convirtieron en depositarios de toda una epopeya farmacéutica. La carencia de libros recetarios —entonces no se exigían— impide descubrir las dolencias que aquejaron a más de cuatro próceres que se habrían surtido en aquellos mostradores.

NADA DE ARQUEOLOCIA

Los esfuerzos de Peña, asegurada ya la posesión del inmueble, se concentraron en un singular operativo: mantener la actual fisonomía de la centenaria botica y, a la vez, asegurar la continuidad de sus operaciones. "Por las marquesinas de hierro, los balcones y la decoración interior. La Estrella constituye el ejemplo más completo de lo que era la ornamentación ambiental de fines de siglo —explica Peña—. No nos interesa evitar solamente la desaparición del edificio o colgar cositas con epígrafe al pie. Las tallas, los nichos, la boiserie, los frascos, los angelitos entrelazados por tubos de dentífrico, retortas y jabones, seguirán funcionando como hasta ahora", se acalora el museólogo. "No rescatamos cosas para momificarlas, para prolongar su muerte. Funcionarios muy solemnes —se divierte Peña— nos acusan de frívolos y se indignan porque la Municipalidad se ha metido a farmacéutica."
Otro de los desvelos del arquitecto ya obtuvo del Intendente un úcase aprobatorio. El bar y restaurante El Colonial —también en Alsina y Defensa, en el rincón noroeste— albergará el Museo de la Ciudad. Con el mismo sentido práctico que bendijo a la botica vecina. El Colonial seguirá trabajando como casa de comida. Así, proveerá refrigerio a los visitantes del futuro Museo, cuyas instalaciones se prolongarán sobre la calle Defensa, en un edificio contiguo que ya es propiedad del municipio. Tan vital y desaprensivo criterio histórico, desprovisto de las solemnidades acartonadas de los museos, posibilitará la instalación de exposiciones rotativas. Entre ellas, la historia del picaporte y de la reja será —se presume— una de las primeras. "Para nosotros —acierta Peña— La Estrella, por ejemplo, representa el 1900. Si por ahí pasaron también French y Beruti vendiendo escarapelas, mejor. Pero el único historicismo que cuenta en la moderna ciencia museológica no es sólo un monumento o construcción importante. Hasta una garita de vigilante —asegura—, en cuanto sirva para testimoniar una época, tiene valor histórico."
Las demoliciones que prolongan la extensión de la Avenida Nueve de Julio conceden a este caballero cruzado la posibilidad de ejercitarse a diario, de trabajar codo a codo con la historia. Autorizado para confiscar todo aquello que merezca perdurar. Peña se apropió de las verjas de hierro, boiseries y balaustradas del palacio del Solar Dorrego-Unzué, en Cerrito y Paraguay. Además, en el sector sur de la futura autovía, descubrió seis vitraux de fines de siglo, confeccionados sobre diseños del célebre Mucha, máximo dibujante del art nouveau y autor de los famosos afiches de Sarah Bernhardt. Por el momento, los tesoros duermen en un depósito municipal.
Otras preocupaciones inquietan a Iricíbar y a Peña. Los azulejos, importados de Gran Bretaña, que componen escenas romanas (a la manera de los prerrafaelistas, sobre todo Burne-Jones) en los zaguanes de acceso a la casa de Maipú al 700 —allí funcionó la galería El Laberinto— asedian al arquitecto. "He conseguido que se clausure la puerta de la derecha. Los azulejos ya fueron deteriorados cuando se instaló allí un quiosco de cigarrillos y martillaron la pared sin misericordia.''' Peña alberga una secreta intención: desmontar esos prodigios finiseculares y llevárselos a su Museo, un trabajo que exigirá la mano de la élite operaría de la comuna.
Sin embargo, no sólo del centro vive Peña. También lo desvela una estupenda casona que se mantiene en pie, aunque con dificultad, junto a la estación Flores. Pertenece a la familia Marcó del Pont. "La gente —informa Peña— dice que era de Rosas. No es de fiar. El vulgo atribuye a todo lo antiguo una vinculación con Don Juan Manuel."
En tanto, el restaurante Pedemonte, una maravilla ubicada en Rivadavia 639, casi Florida, aguarda su suerte. Descansa, por supuesto, en la certeza de que el perseverante museólogo no tolerará que se repita la, herejía del London City Bar. Inaugurado por José Pedemonte en 1890 (se ignora la fecha exacta a causa de la ausencia de libros), ocupaba entonces sólo dos lotes. En 1920 se agregó uno más. Fue entonces cuando una serie de reformas confirió al local las características que todavía exhibe.

O SAISONS, Ó CHATEAUX

"En aquellas épocas —explica José Manuel Pedemonte, 31, casado, tres hijos, nieto del fundador— actuaba una orquesta de señoritas durante las horas del té; allí está el palco que se usaba entonces." Todos los Presidentes —"menos Perón", aclara el propietario— frecuentaron las mesas del tradicional comedero. Los revestimientos de madera importada (labrada por un célebre ebanista alemán) oyeron, sin duda, más de una proposición de conjuras, de contubernios políticos.
La vajilla, la mantelería y las servilletas de hilo (confeccionadas en Italia) fueron retiradas del servicio activo. Es que los altos costos de reposición tornaron imposibles tantos lujos. La máquina de café "express", en cambio, fue reemplazada hace escasos cuatro años. "Era la segunda o la tercera que se importó al país —lamenta Pedemonte—. Como no conseguimos repuestos tuvimos que pasarnos al café de bolas."
Mesas, percheros, sillas de madera y esterilla, datan de la reforma de los años veinte. "Hay que tener en cuenta —se vanagloria el propietario— que éste es el único restaurante viejo que no ha sido inventado. Los espejos están manchados por el tiempo, todo el desgaste de los materiales es auténtico." Todo; hasta el personal. Un promedio de quince años de antigüedad —un par de gastronómicos mozalbetes así lo determina— incluye al "jefe de partida", un dependiente que lleva treinta y dos años en la casa.
Más que la vetustez, son los platos de la casa lo que ufana a Pedemonte. Sobre todo, los alcauciles. "Todo comenzó —evoca— con un tal Thomas Elmezzi, hace años vicepresidente de Pepsi Cola. Una vez llevó una pascualina de alcauciles a sus amigos de USA. Desde entonces, exportamos pascualina a pedido de los interesados." También los medallones de cerdo "Germain" y los canelones "Pedemonte'' envanecen al posadero.
El inmueble, propiedad de María Luisa Devoto de Bustillo, parece no querer cambiar de dueño. La matrona rechazó —se asegura— una jugosa oferta de un inversor armenio. "Mientras yo viva —-proclama la señora de Bustillo— no se desalojará al Pedemonte ni se demolerá el edificio." De todos modos, la eventualidad ya fue prevista por Peña. La Municipalidad, en caso de verificarse el riesgo, dispondrá de alguno de sus edificios para alojar a la reliquia gastronómica, íntegra y en su estado actual. Preocupado, Pedemonte profetiza que sería un trabajo descomunal: "No hay un solo clavo o tornillo a la vista en la boiserie", confirma.
Refugio, otrora, de la "gente de gobierno", el Pedemonte no reditúa ya pingües beneficios. "Lo mantendremos hasta que podamos. Es que tenemos una especie de orgullo de cabañeros", afirma el dueño. Ocurre que los beneficios deben ser distribuidos entre tres hermanos del difunto Julio Pedemonte (padre de José Manuel), el maître y el vástago treintañero de Don Julio.
Pase lo que pasare, es seguro que la Municipalidad de Buenos Aires —una de las más ricas del mundo— sacrificará parte de su hacienda para salvar la joya. La historia se lo consiente. Luis Medrano, en sus "grafo-dramas" de La Nación, ya se ocupó de inmortalizar el restaurante. Un vitral de colores no será rescatable: Lisandro de la Torre, un asiduo parroquiano, lo destrozó con la cabeza. "Quizás estuviese dormitando —comenta Pedemonte, de oídas—. Contaba mi padre que de la Torre siempre se sentaba en la misma mesa, precisamente detrás de ese panel de vidrio. Una noche se quedó charlando con él hasta las once. De aquí se fue para su casa —el político vivía a dos cuadras del local—. Al rato se suicidó."

Revista Periscopio
25 de noviembre de 1969