Revista Siete Días mayo 1969
"Como argentinos tenemos  un privilegio: formamos parte del único país del mundo en que fue prohibida la  película de Pasolini, Teorema, considerada como la mejor realización de este  director", ironizó el vespertino La Razón, el domingo 11.
No  se trataba, sin embargo, de una excepción: seducidos por los alcances de la  flamante ley 18.019 —y por las normas para su aplicación, discriminadas por  Federico Frischknecht en la resolución 464 / 020 del último 10 de marzo—, los  censores argentinos parecen haberse lanzado a una remozada ordalía. A la sanción  contra el film de Pier Paolo Pasolini, habría que agregar las prohibiciones que  cayeron sobre Ufa con el sexo, del argentino Rodolfo Kuhn, y Yo, mujer II, del  escandinavo Mac Ahlberg, y las demoradas calificaciones de films candidatos a  sufrir idéntico destino (Refugio de amantes, un film de la Metro realizado por  el sempiterno Vittorio De Sica, tiembla desde hace un mes en la antesala de los  catones a pesar de haber sido aligerado por la tijera de los propios  distribuidores; insaciable en el amor, una realización de Romain Gary sobre la  que la crítica europea anticipa ponderables expectativas).
La  epidemia paternalista no es, por supuesto, un virus desconocido en la Argentina.  Lo que alarma a los preocupados por cuestiones tales como la libertad y la  Constitución, es la rigurosidad inédita con la que parece presentarse en esta  nueva versión.
LO QUE VA DE BARD A HOY
Cuando el diputado  —radical antipersonalista— Leopoldo Bard, se animó a presentar en la Cámara un  proyecto de censura cinematográfica (en 1929, fecha de la partida de nacimiento,  en el país, de un movimiento que llegaría a ostentar líderes epónimos como el  fiscal Guillermo de la Riestra) estuvo a punto de ser lapidado por sus pares.  Sin embargo, el inocente congresal apenas solicitaba que los films se dividiesen  en "prohibidos para menores de 15 años", o "aptos para todo público", llevando  su celo educativo a la recomendación de que se suprimiesen los diálogos  sobreimpresos, "cuando contuviesen faltas de  ortografía".
Mucha agua ha corrido desde entonces bajo los  puentes. No solamente porque ya no existe un Congreso que pueda escaldar las  ínfulas de los sucesores de Bard, sino porque la Argentina ha recorrido cuatro  décadas de implacable avance hacia la Edad Media; desde entonces los pasos de  los censores se han hecho cada vez más firmes en cuanto a los supuestos que se  atribuyen para juzgar.
Así —desde la modesta censura municipal  de 1934, a la reciente ley 18.019— los progresos de los catones no han cesado de  crecer: lo que en un comienzo fue un intento de protección a desprevenidos  menores, se ha convertido en un difuso pero inapelable "estilo de vida", que se  supone comparten todos los argentinos, cualquiera sea su edad, sexo, formación  cultural o estado civil.
Los pasos de esa carga contra el  artículo 14 de la Constitución Nacional —que los defensores de la censura  cinematográfica insisten en relacionar sólo con la prensa, olvidando el obvio  detalle de que, en 1853, los hermanos Lumiére no habían comenzado aun a gatear  por su Francia natal— pueden resumirse más o menos así:
1929: El precario intento del diputado Bard es rechazado en el Congreso, y comentado como "una extravagancia" por sus contemporáneos;
1934: La censura llega al Municipio de la ciudad de Buenos Aires, facultado para calificar y prohibir —exclusivamente en la Capital Federal—, pero no aún para cortar (detalle de significativa importancia, ya que los censores no se consideraban entonces discriminadores competentes de las intenciones de un realizador: eran los tiempos en que aún se entendía como atentatoria contra la unidad de una obra de arte, y contra la libertad de expresión de un creador, toda mutilación parcial).
1951: La censura alcanza vigencia nacional.
1957-1963: Breve interregno durante el cual los argentinos alcanzan la categoría de adultos. El decreto-ley 62, refrendado por P. E. Aramburu, no sólo garantizaba las exhibiciones, sino que daba un notorio paso adelante al puntualizar, en su artículo 22, sanciones penales para todo aquel que se atreviera a ejercer censura. Nadie se atrevió. Resultó más fácil derogar el decreto, suplantarlo por el 8205/63, que retrotraía el problema a su estado anterior, y creaba una Comisión de Catones más robusta que nunca.
1969: El 17 de febrero entró en vigor la Ley 18.019, la más rigurosa que haya pesado sobre la libertad de expresión en el país. Con ella, la censura —designada con el eufemista nombre de Ente de Calificación Cinematográfica— llega al ejercicio de sus plenos poderes.
Un paso más, sin embargo, le faltaba aún por resolver: facultada para prohibir o cortar lo que se le ocurra sin apelación posible, recurre ahora también a la intimidación para extender su potestad. El celo del secretario Frischknecht es responsable de ese flamante rasgo majestuoso: el artículo 6 de la Resolución 464/020 —que coordina la aplicación de la ley de censura— especifica textualmente que "el Instituto Nacional de Cinematografía denunciará ante el Juez competente por tentativa de apología del delito, o de publicación obscena, toda presentación de proyectos o películas a que les sea aplicable lo dispuesto en los puntos 4.2.2 y 4.3.2 de esta resolución".
La parábola del ascenso de poder de los censores, parece cumplida: ya no sólo pueden calificar, cortar, prohibir todo lo que deseen, sino enviar a la cárcel a cualquier distribuidor, productor o guionista que se atreva a solicitarles permiso —en privado— para exhibir los frutos de una mentalidad sospechosa de pecado.
A CONTROL BATIENTE
Pero el punto realmente  inquietante de ese poder abusivo, reside en la versatilidad de la Ley 18.019:  los redactores de SIETE DÍAS analizaron medio centenar de films estrenados en lo  que va del año, y hallaron sólo tres (Playtime, Funny Girl, El día que me  quieras) que no incurran en algunas de las vastísimas causales de  prohibición.
Sin embargo, ninguno de ellos fue prohibido,  aunque no menos de la mitad sufrió mutilaciones de diversa importancia. Para  intentar esclarecer ésta y otras incoherencias, SIETE DÍAS entrevistó al doctor  Ramiro de Lafuente, director general del Ente de Calificación Cinematográfica.  De Lafuente, un abogado católico de 47 años, doctorado en jurisprudencia, no  concedió una entrevista personal pero aceptó responder a un cuestionario por  escrito. Sus respuestas —cautas, a veces agresivas, a menudo nebulosas— no  alcanzan a despejar el halo de arbitrariedad y omnipotencia que rodea al  Ente.
Consultado sobre la inconstitucionalidad de la Ley  18.019 —en la que varios juristas argentinos están acordes, dado su carácter  restrictivo de la libertad de expresión—, se limitó a responder que no compartía  esa opinión, pero no aportó —como se le pedía— pruebas para rebatir el consenso  de sus colegas; cuando se le interrogó sobre los criterios de aplicación del  temible articulo 6 —que inaugura la posibilidad de castigos penales en la  historia de la censura argentina—, derivó la responsabilidad de una respuesta al  Instituto de Cinematografía.
Se negó, por otra parte, a  proporcionar información sobre sus colaboradores inmediatos: "A mi criterio  resulta casi ofensivo insinuar que estos representantes no pudieran interpretar  sin errores las intenciones de un director o un guionista", pontificó, cerrando  así toda posible discusión sobre la idoneidad de los poco publicitados  integrantes del Ente.
El desalentador cuestionario permite  extraer una sola conclusión: el doctor De Lafuente no aporta pruebas a favor de  la censura, porque parece creer que no las necesita.
Hay, sin  embargo, quienes discrepan con esa opinión.
LA LETRA CON FUERZA SALE
"El artículo 6, que ha  causado tanta impresión, es una incongruencia jurídica —explicó el doctor  Bernardo Beiderman, un elegante ex catedrático de Derecho Penal, y actual  profesor en la New York University—, dado que no puede haber tentativa de delito  en un sometimiento voluntario a la ley, como el que supone la presentación de un  guión o un film para su calificación". Beiderman orilla los probables estratos  profundos de la 18.019, cuando afirma que, "a pesar de su indefinición, típica  en materia de censura, formula claramente pautas políticas del actual  gobierno".
"La ley insiste en señalar su defensa del estilo  nacional de vida y de las pautas culturales de la comunidad argentina —señaló,  sonriente, un jurista que pidió no ser mencionado—, pero no hay un sólo  organismo legal en la Argentina, al que se pueda consultar para que dé una  definición de ese estilo, y de esas pautas. Se sobreentiende, entonces, que toda  esa fraseología no alude más que a las opiniones personales de quienes ejercen  el poder".
Habiendo conseguido ya todos sus objetivos en la  esfera del cine, no es probable que la censura y sus adalides se detengan allí.  Se afirma que una Ley de Publicidad estaría ya redactada y lista para su  promulgación, y el ministro Guillermo Borda admitió la posibilidad de una Ley de  Prensa.
Se supone que ambas garantizarán la más absoluta  libertad de expresión. Pero, claro, con algunas excepciones